Vladímir Putin conmemora 25 años en el poder, un periodo caracterizado por su control absoluto, enfrentamientos bélicos, anexiones territoriales y la consolidación de una estructura de mando autoritaria que empieza a mostrar signos de desgaste. Desde que Boris Yeltsin le cedió el cargo el 31 de diciembre de 1999, Putin ha transformado el panorama político ruso bajo un régimen que muchos califican como absolutista.
Su liderazgo ha estado marcado por una alianza estratégica con la Iglesia Ortodoxa, a la que ha presentado como un baluarte moral frente al liberalismo occidental, y una ideología nacionalista que promueve la grandeza del «mundo ruso». La reforma constitucional que le permite mantenerse en el poder hasta 2036 refuerza esta narrativa, posicionándolo como una figura casi divina, similar a los antiguos zares.
En política exterior, la retirada estadounidense de Afganistán convenció a Putin de la supuesta debilidad de Occidente, llevándolo a calcular erróneamente que Ucrania sería un blanco fácil. Confiando en reportes de inteligencia que predecían una rápida victoria, Putin subestimó tanto al presidente Volodímir Zelenski como a la resistencia ucraniana. Este error estratégico confirmó las palabras de Angela Merkel, quien advertía sobre la desconexión de Putin con la realidad.
Su gobierno no solo ha declarado guerras externas, sino también internas. Ha perseguido a opositores como Alexéi Navalni, censurado a escritores, artistas, periodistas y activistas, y enfrentado el rechazo de una juventud que se rehúsa a participar en el conflicto ucraniano. En este cuarto de siglo, Putin ha construido un legado polarizante, definido por su visión autoritaria y su rechazo a las voces críticas tanto dentro como fuera de Rusia.